PRESIDENTE CARRANZA

Hay terrenos que no son tierra, sino umbral. Que no se pisan, sino que se interrogan. Así se alzaba la parcela en Presidente Carranza, en el corazón ambiguo de Coyoacán, donde la piedra volcánica y el eco colonial conviven en un pacto de discreta resistencia.

No se trató de construir, sino de ajustar el aliento. No se propuso una obra nueva, sino una relectura de lo ya dicho. Los 150 metros cuadrados no se diseñaron: se escucharon. Fueron superficie y a la vez palimpsesto; volumen y también eco de una voluntad previa. La remodelación no alteró la sustancia: sólo afinó el instrumento.

Se respetó la huella como quien respeta a un animal dormido: sin sobresaltos, sin imposición. Las losas existentes no fueron sustituidas por ambición moderna, sino acompañadas hacia una versión más funcional de sí mismas. El estilo mexicano —ese entretejido de barro, sombra y voz— fue preservado como si se tratara de una lengua en peligro de extinción. No se impuso lenguaje nuevo: se pulió el acento.

La estructura fue intervenida con sigilo. El roof habitable, colocado en la azotea, no fue adición sino extensión del deseo de mirar más lejos. Un horizonte más, no una planta más. Las escaleras que llevan hacia él no ascienden: acompañan. Como si el ascenso no fuera vertical, sino narrativo.

Cada muro conservado fue una declaración de humildad. Cada acabado restaurado, una afirmación de contexto. Lo mexicano no fue decorado: fue dejado en paz. La casa no se vistió de nuevo. Se le ayudó a recordar.

Presidente Carranza no es una intervención. Es una reconciliación. Un acto de arquitectura que, lejos de imponer, aprendió a preguntar:
¿qué parte de ti quiere quedarse, y cuál está lista para seguir respirando?